En Navidad... descansé.


Cuando conseguimos este trabajito creíamos que de esa manera podríamos solucionar el problema de la comida en casa y todo lo referente a las deudas. Porque a veces sentimos que trabajamos sólo para ponernos al día y recién entonces poder dormir en paz. Lo cual no es poco. Y los hijos se dan cuenta de que nuestro descanso está lleno de horas pensadas para ellos. Creo que, en realidad, es precisamente eso lo que me deja dormir en paz cuando llega la noche.

Porque sus risas y sus juegos me redimen de las horas muertas. El es el que me besa descaradamente cuando tengo la barba desprolija. Claro que es verdad que, por pensar demasiado en mí y en mis problemas, me pierdo muchas de sus cosas. Creció y uno parece que no se dio cuenta.

De eso, precisamente, estábamos hablando con los muchachos esa noche. Estaba fresco y se sentía en el aire olor a jazmines. Era raro, porque a pesar de que los hombres no reparamos en esas cosas, nos llamó la atención; pero no dijimos nada. Sucede que el ambiente estaba un poco quebrado esa noche. Uno que estaba medio distanciado de su mujer; otro que hacía no sé cuánto que no se hablaba con el hijo mayor; el viejo, que -otra vez- estaba solo hacía ya unas semanas y nosotros no nos habíamos enterado; el hijo del gordo que volvió a tomar y no había forma de que parara de llorar y de decir macanas de sus viejos. ¡Qué machucados que nos sentíamos esa noche! No sé por qué justo esa noche nos pusimos a hablar de nuestras cosas. Nunca lo hacíamos, ni siquiera con los compañeros de turno. Pero esa vez nos sentimos solos. O, en realidad, aflojamos nuestro machismo y nos animamos a hablar. Es que en el campo se ven muchas cosas; y los que trabajamos de noche estamos tan curtidos que ya nada nos asombra. Pero de a poco uno también va perdiendo la capacidad para asombrarse.

En eso estábamos cuando pasó lo que ya te conté. Nosotros no sabíamos si estábamos despiertos o qué. Al principio –nos dimos cuenta después- empezamos como a sentirnos “livianitos”. Se nos fue pasando el cansancio y ese tufo a encierro que habíamos provocado sin querer entre nosotros. Habíamos querido ayudarnos, pero esa noche nos dimos cuenta que no sabíamos hacerlo. O no podíamos. Al menos, hasta esa noche no pudimos.

Todo era distinto: la luna, que no había dejado de blanquear la noche, de repente quedó como amarillenta y la estrella que la acompaña se hizo una sola luz y se nos vino encima. No era luz de lámpara ni de sol. Y te juro que nunca me sentí tan limpio como cuando, un instante después, se apersonaron esos jóvenes tan blancos… No eran pálidos, sino puros. Tenían una belleza y una actitud que nos hacía sentir bien, lúcidos. Tan intenso era todo eso que sentimos miedo. Pero no nos movimos de ahí. El ganado ni siquiera se espantó. “No teman, porque les traigo una buena noticia”. No me olvido más las palabras de ese chico. ¡Y el tono de su voz! Era una mezcla de dulzura y firmeza. Y ¿sabés qué? Hablaba en nuestra lengua materna. ¡Cuántas emociones juntas!

Recién ahí pudimos ponernos de pie. Estábamos todos moqueando, con los ojos brillosos y no caíamos en la cuenta de que todo lo que vivíamos era cierto. En eso, aparecieron, no sé de dónde, miles de esos jóvenes; vaya a saber cuántos serían. Eran como ángeles llenos de luz y sonrisas. ¡Empezaron a cantar todos a la vez! No sabría cómo contártelo porque jamás en mi vida había oído sonidos tan cálidos. Era una música infinita. “¡Gloria a Dios en las alturas y, en la tierra, paz a los hombres amados por él!”

No sé cuánto tiempo duró la fiesta, pero hacía rato que ya se habían ido y nosotros seguíamos ahí saltando, aplaudiendo, bailando; cantábamos como los chicos en la escuela. Las cabras nos miraban como si se estuviesen riendo de nosotros. El corazón nos saltaba en el pecho y la garganta… un nudo. Era una mezcla rara de curiosidad y alegría. Creo que la última vez que me sentí así fue para cuando nació mi hijo. Pero esto era distinto

Y fuimos al pueblo.

Enfilamos derechito para la posada. Nos dijeron que en el pesebre se quedaron a dormir unos chicos que no eran de acá. Ahí fuimos. Antes de entrar nos dimos cuenta de que no nos podíamos presentar así nomás. No habíamos tenido tiempo ni siquiera de lavarnos la cara. Pero pudo más la ansiedad y las ganas de conocerlo. Y ahí estaba. Tan chiquito y tan hermoso. Los pañalitos le quedaban grandes. Estaba dormido y se despertó cuando nosotros entramos en tropel. La mamá lo levantó en brazos no bien se puso a llorar. ¿Querés que te diga la verdad?: esa chiquita me hizo sentir la persona más feliz del mundo. Nosotros pedimos disculpas por la manera de entrar pero ella nos miró, se encogió de hombros y sonrió. Yo tenía todavía en los oídos la música de los jóvenes. ¿Y sabés qué hizo? No lo vas a creer: ¡me dio el bebé! ¡Lo puso en mis brazos! Y yo me sentí dichoso, torpe, feliz… me aflojé todo y lloré como nunca antes. No me dio vergüenza ni me derrumbé. Sin pensarlo, yo también pasé el bebé a las manos de los muchachos. ¡Qué manera de moquear! “Gloria a Dios…” decíamos, intentando repetir la canción. Este bebé era un pan tierno; y esa noche nos llenó el alma. Ni cansancio, ni problemas, ni discordia. Mucho menos tristeza.

El papá, ya te lo había dicho, era un hombre común, como nosotros. Nos agradeció la visita y nos abrazó. Nos dio agua para la vuelta y nosotros le dejamos leche de cabra y unos cueritos para dormir. En ese momento fue cuando nos contó lo del censo. Pero no se quejó.

Y eso fue todo. Regresamos a buscar el ganado porque ya estaba por aclarar. ¡Qué bien que nos sentíamos! Nunca nos habíamos reído tanto como esa noche mientras volvíamos. Queríamos repetir la canción, pero ninguno de nosotros sabe cantar, así que eso sólo era motivo para seguir riéndonos.

Cuando llegué a casa, todavía estaban todos durmiendo. Me fui a dormir yo también y se me representó la carita del bebé. Me inundó de paz. Paz y luz. Entonces me levanté y le di un beso a mi hijo dormido. Y me volví a dormir. Ahora tendría un hijo más por quien trabajar.

No hay comentarios.: