La vida nos sorprendió de nuevo


De pequeños fuimos preparados para entender lo que sucede más allá de nuestras narices. El sol, la luna, las estrellas, las constelaciones… De todo eso nos sentimos conocedores. Nuestro pueblo lleva en su sangre esa inclinación, diría “natural”, hacia lo que no se ve con una sola mirada.

Pero esta vez era distinto.

Sabíamos más o menos bien que estábamos acercándonos a una fecha importante. Nuestros saberes lo venían presintiendo. Y nosotros no podíamos disimular el hormigueo que nos recorría el alma a medida que pasaban los días y se acercaba el acontecimiento ignoto.

Teníamos pocas pistas. Lo que debía suceder no acontecería en nuestra tierra y, sin embargo, nos involucraría tan desde dentro que los parámetros para determinar cuál es “nuestra tierra” y cuál no lo es quedarían confundidos definitivamente.

Entre las pistas firmes descollaba una “estrella”. En realidad, coincidíamos que aparecería en Oriente una luz muy distinta a las que estamos acostumbrados a ver por las noches. Eso nos mantuvo en vela durante varias semanas. Meses, más bien. Teníamos un poco de temor que apareciese y nosotros estuviésemos dormidos. O desatentos. Y no quisimos darnos margen al error. O, al menos, a ese error.

La espera de la aparición de la estrella de Oriente nos hizo reflexionar mucho. Ese tiempo previo fue en verdad una transformación desde dentro.

Ese astro que nos llevaría de una noche a otra en dirección a Oriente nos hizo pensar que lo que estaría por suceder sería más importante que el astro mismo. Nosotros le habíamos dado la vida entera al estudio de las sabidurías antiguas, pero parecía que lo que estaba por venir era más sabio que todas nuestras luces. Y sería una estrella del cielo la que lo anunciaría.

Y vimos la estrella en Oriente.

Estaba exactamente donde la imaginábamos, y no nos sentíamos en capacidad de discutir la evidencia: su luz y nuestra felicidad.

Cargamos con todo: escritos, mapas y todos los elementos para orientarnos mientras la luz no nos guiase. Y, como se estila en nuestra tierra, regalos y ofrendas para darle a… ¿A quién? No importaba eso. Seguramente, en ese pueblo estarían tan de fiesta por el acontecimiento que no sería difícil darnos cuenta lo que estaba sucediendo.

La peregrinación en pos de una estrella fue realmente luminosa. Los momentos que el desierto nos regalaba para descansar del viaje eran aprovechados para seguir leyendo y pensando.

- “Debiera ser parecido a un rey”, dijo uno con aire de intriga. El apremio de nuestras miradas lo obligó a continuar: “Hay un pueblo, más bien pequeño, que está a la espera de un cambio tan de raíz que lleva años bajo el dominio extranjero y sigue esperando a Aquel que debe venir. Sus profetas dicen que será el Rey definitivo, que debe unir a todas las tribus y a todas las naciones bajo su único mando. Que será Rey de Paz para todos los hombres de la tierra”

Hicimos silencio. Hacía falta tiempo y serenidad para procesar todo lo que ya sabíamos. Aunque era poco, alcanzaba. “Rey de Paz”, “profetas”, “pueblo pequeño”… pensamos inmediatamente en Israel. No era la nación más importante y no lo sería por muchos años más. Este dato nos desconcertaba. ¿Podría surgir de un pueblo esclavo, pobre y aturdido de dolores una sabiduría que superase nuestras más antiguas tradiciones? Sus sabios eran artesanos. Su historia, de las más increíbles: fueron la nación más grande de la región y ahora viven subyugados económica, política y socialmente. Son más bien pocos los que se mantuvieron fieles a esa esperanza, pero imaginamos que si el “Día” llegó, el pueblo sería una fiesta en todas sus calles.

Esa mañana era una promesa de historia. Nuestra entrada a Jerusalén no pasó desapercibida por nadie. Muchos creían que veníamos para el censo universal. De inmediato nos indicaron donde estaba el palacio real. ¿Sería allí? Entonces, revelamos a las autoridades nuestra procedencia y que allí estábamos pues sabíamos que un nuevo Rey estaría por nacer y veníamos simplemente a adorarlo. Sospechábamos que traería la paz y la hermandad. Que en sus días florecería la justicia. Y que una estrella, casi como rindiéndole culto, lo está anunciando.

El Rey quedó mudo. Y nosotros terriblemente desilusionados. ¡Nadie sabía nada! ¿Cómo podía ser que esta gente no estuviese al tanto de lo que estaba sucediendo en su mismo pueblo?

¡Qué dolorosa ceguera la del poder! Incapacita para descubrir la vida. Y la termina prohibiendo desde su tallo. El lujo, el dominio sobre la vida de los demás, vivir para dar órdenes, decidir sobre el futuro de todos, aduladores del poder, los dineros mal habidos… ¡Vacíos! El peso de su existencia termina por encorvar la dignidad de los pueblos.

Salimos inmediatamente de allí. Con un sabor tan amargo en el alma... Evidentemente, nos habíamos equivocado.

Mientras discutíamos si regresar esa misma tarde o aguardar a la mañana, se nos acerca a toda velocidad un hombre enviado del palacio. “El nuevo Rey debe nacer en Belén, la ciudad de David. Vayan y verifiquen todo; y cuando vuelvan avisen al rey, para que también él pueda ir a adorarlo”. ¿Sería verdad? En medio de tanta falsedad, creer algo tan simple se hacía imposible. Sin ninguna expectativa, nos dirigimos hacia Belén.

Y apareció la estrella.

¡Qué alegría cuando la volvimos a ver! Nos habíamos equivocado, pero seguíamos en el camino. El Rey por nacer –o ya nacido- nos daba una nueva oportunidad. ¿Por qué dudamos?

En Belén, para nuestro asombro, nadie sabía nada tampoco. ¿Sería posible que el Sol que nace de lo alto se nos hiciese inaccesible? ¿Por qué esta gente no sabía nada, si justamente, el acontecimiento era para su felicidad? ¿Por qué nadie les anunció lo que sucedería? ¿Por qué, tal vez, no quisieron oirlo?

La luz de la estrella se reflejó sobre una posada, entre todas, de forma desigual. No podíamos creer que ése sería el lugar elegido. Y para nuestro descanso, no lo era. Suponíamos que no podía ser un lugar así. Al salir, una mujer nos dijo que un bebé había nacido en el pesebre que estaba junto a la posada. No queríamos perder más tiempo así que intentamos salir de allí a toda prisa, pero la mujer insistió. Quisimos darle algo para que le llevara a ese niño y así quedar libres, pero no lo logramos. Nos obligó a ir personalmente y vimos a una mujer muy bonita y muy joven. Junto a ella estaba su esposo, joven también. Y, recostado en el pesebre, envuelto en pañales, el niño que había nacido. ¿Este era el Rey que estábamos buscando? La estrella ya no estaba más. Sentimos al unísono la necesidad de ofrecerle los regalos. ¿Y si no era? Ahí mismo descubrimos que el pueblo no se daría cuenta tan fácilmente de este acontecimiento porque el que había nacido era igual a ellos: pobre, lejos de casa, desconocido. No tenía aspecto exterior que lo diferenciara de los demás. Era uno de tantos.

Allí mismo tomamos la decisión de aceptar y recibir la novedad. Nos dimos cuenta que el torrente de felicidad buscada tiene rostro y nombre: Jesús, nacido en Belén. Todos los niños son algo especial. Pero éste, además, no sólo traía la paz, sino que él mismo es paz. El mismo es la posibilidad abierta de una humanidad nueva. Y no se impondría de ninguna manera distinta a la del amor.

Son muchos los hombres y las mujeres como mucha son las estrellas. Pareciera que cada uno se deja guiar por una, por la propia. Y la nombra de una manera original: destino, vida, el camino, la misión en este mundo. Son muchos los nombres. Cada uno tiene su estrella. Pero ninguna lo puede iluminar de la forma como esta otra Estrella de Belén, que es un bebé de cuna pobre, de madre joven y de padre obrero. Nos dimos cuenta que no hay saber ni ciencia que arraigue tan hondo en el corazón humano capaz de llenarlo de luz. Mucho menos devolverle su dignidad mayor: somos hijos. Todo lo que esperábamos lo obtuvimos con creces. Lo que buscábamos lo alcanzamos y aún nos sobra. Ese niño es plenitud y abundancia. Es el presente de un Dios que no abandona a su gente.

A los pocos días, y muy a nuestro pesar, volvimos a nuestra tierra, sin pasar por Jerusalén. Ese otro rey no merecería más esa dignidad. A partir de ese día, sabíamos que todo estaba por hacerse… En realidad, ya todo estaba hecho.


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