Cuando abrió el semáforo, todos ya estaban en la vereda contando las monedas que juntaron. Desecharon las “truchas” y continuaron con la conversación que desde la mañana venían interrumpiendo a causa de los tiempos del cambio de luz. Si bien parece que los “no”, más o menos inflexibles, no les hacen mella, la actitud cooperativista es lo suficientemente sana como para soportar la calle y sus personajes.En la esquina siguiente es común encontrarse con el chiquito de siempre que, en horario escolar, se anima a malabarear tres naranjas. Sólo tres por ahora. Les da diez vueltas. Seriamente. Es que, en realidad, todavía está aprendiendo la tarea. Y siempre se liga alguna que otra moneda que, a fuerza de cara con moco, logra rescatar de la pena que se siente desde dentro de un vehículo. Monedas que redimen de la sensación de culpa condimentada con una pizca de impotencia. La ganancia esta vez no va a la caja común, sino al carro que en un rato va a pasar juntando la recaudación de varias esquinas. Lo sabemos, pero la moneda parte igual.Dos semáforos más allá hay otro. Son evidentemente muchos y uno nunca sabe si más adelante va a haber más. O si van a estar mejor organizados. El de esta esquina llama particularmente la atención porque está solo. O sea, no solo por compañía ausente, sino solo porque lo único que tiene es él y sólo él mismo. No tiene nada en las manos. No hay naranjas ni baldes con agua. Pero es increíblemente ingenioso: cada vez que la luz detiene a todo el mundo, él se pone a hacer lo que en la escuela nos enseñaron como “media luna”. Tres le salieron bien; la cuarta ya fue más difícil. Salvando las diferencias, tiene más destreza que el naranjero. Y no sólo se gana las monedas de rigor, sino que además suele pasar alguien que reconoce que el chiquito de la esquina está, en realidad, jugando. Pero a la vista de todos y a cambio de alguna gratificación.Tres situaciones que conocemos de memoria. Distintas. Y vaya uno a saber cuántas variantes más habrá.El primer grupo cobra por un servicio concreto: limpiar. Y la cooperativa funciona. Tiene requisitos muy concretos: capacidad de organización, un cierto desapego que impide quedarse con algo, respeto por los roles, altura mínima. El segundo, el malabarista de las naranjas, va puliendo su técnica. Y le pagan para hacerlo. Tal vez en el futuro le sirva de algo saber tirar para arriba y volver a barajar en el aire su suerte.Al tercero le pagan para que siga jugando. ¿O para que no lo haga más? No sé.No son situaciones: son personas. Que alguien colocó más o menos compulsivamente en una esquina y entrenó en la manera de hacer lo que se espera de ellos.Y sería una vergüenza no hacerlo bien. Además, un riesgo, porque otro con más experiencia podría venir y copar la parada.No son problemas sociales: son personas. Que fueron más o menos violentamente expulsadas de casa a la esquina. Porque en la esquina, las márgenes acarician peligrosamente el centro.No son desafíos a los planes sociales o pastorales: sieguen siendo personas. Que juegan ante los ojos de los extraños porque los ojos conocidos no los miran jugar. Y cobran por lo que es gratis. La esquina tiene la irrespetuosa tares de ponerle precio a lo que es esencialmente gratis. Y, a partir de allí, la confianza -que es gratis-, el afecto -que también lo es-, la casa, la cama y los mimos -sí, son también gratuitos- pueden ser impunemente tasados.Sí, tasados.También las monedas hacen lo suyo. Son irremediablemente ligeras como para intentar trocarlas por palabras y mucho menos por miradas. Siempre funcionan como un calmante espiritual que no solucionan nada: sólo calman. Calman la sensación de culpa y ahogan la capacidad de pensar. Pero a las pocas cuadras ambas cosas se recuperan irreversiblemente.No se trata de vivir inmersos en la culpa; nos llevaría insensiblemente al desatino ya que la culpa atrofia los músculos que ayudan a pensar. Pero tampoco podríamos ignorarla por mucho tiempo. En algún momento se impondrá y nos enrostrará toda nuestra interioridad evasiva. Y nos pedirá cada vez una dosis más fuerte del calmante habitual.La mejor opción sigue siendo vivir sin culpas. O sea, responsablemente. Reconociendo -es decir, “volviendo a conocer”- tomando contacto con la realidad entera, sin censuras ni atajos, sino blanqueada, con responsabilidad y serenidad. Amablemente. Firmemente.
Alégrense, no teman. Díganle a mis hermanos que me verán.
Siempre supuse que hay muchos modos de llegar a la Semana Santa o de vivir la Pascua. Pero no me atrevería a descalificar a ninguno de ellos, aunque sí me animo a organizármelos. Imagino que algunos modos tendrán más consistencia que otros de acuerdo con la cercanía que ostenten al misterio en el que queremos adentrarnos.
En algunas ocasiones, la Pascua es para nosotros -o lo fue- algo no del todo comprensible. O al menos, un tanto reticente a dejarse alcanzar por nuestras cosas diarias o por un determinado modo de ver la vida. Este sentir podemos expresarlo tal vez con un “no la entiendo”. “No entiendo a la Iglesia, no entiendo la misa...” Y si buceamos un poquito más, capaz que nos animamos a ponerle palabras a emociones tan interiores como genuinas que tomarían forma en un “no lo entiendo a Dios”, “no entiendo lo que me ofrece como Verdad”, “no entiendo...” Lo que tal vez nos suceda, entonces, es que estamos pre-convencidos de que nuestros pensamientos son distintos de los de Jesús. Ahora bien, ¿todo nuestro pensar es distinto al suyo? Si es así, empecemos a la inversa, entonces. ¿Qué es lo que sí entiendo? Y eso que entiendo y me hace saber dueño de mis actos, ¿me abre a nuevos entendimientos o me deja encerrado en mí mismo? ¿Y si es mi modo de ver o de sentir el que me impide entender?
Hay otros modos de recibir o esperar la Pascua. Y viene como de la mano de nuestra manera de recibir o esperar las alegrías, que son aceptadas -generalmente- enseguida, sin demasiados preámbulos. Las alegrías tienen las puertas abiertas en nuestro interior. Son ansiadas. Y aquí me surge la pregunta: ¿son protegidas? Cuando recibimos alegrías, ¿estamos felices o simplemente contentos? Puede parecer un juego de palabras, pero la cuestión sería más o menos así: la alegría ¿nos llega al alma o se nos queda en la piel? ¿Somos alegres con certificado de felicidad? El tipo de alegrías que estamos acostumbrados a consumir nos formatean de tal manera que también la Pascua corre riesgo de ser decodificada según parámetros que, a fuerza de costumbre, se universalizan o se imponen unilateralmente.
Todavía queda una pregunta sin preguntar: ¿soy feliz cuando no hay alegrías para consumir? La alegría en la piel no soporta fácilmente el cuestionamiento por el mal o por el dolor.
La felicidad es la responsable de dar respuestas existenciales a los planteos más hondos de toda mujer y de todo hombre.
Hay otro modo más de llegar a la Pascua. Y quiero traer a colación una imagen muy bonita: la del Principito, de Saint-Exupéry. Una vez este chiquito se encontró con un hombre de negocios que sumaba y restaba, multiplicaba y sacaba todo tipo de cálculos. Ante la presencia desconcertada del niño, el hombre simplemente se limitaba a seguir haciendo números y a responder “soy un hombre serio y exacto”. Lo que pasaba era que este hombre serio contaba con exactitud la cantidad de estrellas que él decía poseer. El Principio, fiel a su espontaneidad, sugirió que eso era gracioso pero que, finalmente, lo que este hombre hacía no era serio.
La pregunta o el planteo lo relaciono con las cosas serias que ocupan nuestro corazón. Y nuestro tiempo. ¿Son serias? ¿Qué significa que una cosa sea más seria que otra? Los problemas suelen ofrecerse serios, pero nunca oí a nadie confesarse seriamente feliz. ¿Dios es serio? La vida cristiana -que es la pascua en casa todos los días- merece ser tomada en serio, pues para que llegue hasta lo más hondo de nuestra historia, Jesús derramó enteramente su eternidad hecha historia en la cruz y en el sepulcro vacío. Pero ¿por qué hemos contaminado a la seriedad con un dejo de tristeza o de aburrimiento? Santa Teresa de Avila constataba la solidez de sus novicias en tres manifestaciones: si comen bien, si duermen bien y si se ríen lo suficiente. Cuentan que San Ignacio una vez mandó llamar a uno de sus novicios -santo como él- que siempre se reía. Con mucho miedo a la reprimenda el joven fue a su encuentro y oyó del padre Ignacio: “No deje de reirse nunca”.
La primer palabra de Jesús resucitado es, nada menos, “¡Alégrense!” Es una invitación que tiene gusto a mandato. “Pero, Señor Jesús -le diríamos- nosotros estamos llenos de conflictos, de cansancios, de penas... Y la alegría no nos soluciona la economía ni las enfermedades ni...” Hasta incluso nos puede suceder que esa propuesta de alegría que viene de labios de Jesús es tan “espiritual” que no tiene suficiente arraigo en lo cotidiano.
No es raro que sintamos que la alegría de Jesús esté lejos de nuestra seriedad. De todos modos, sí así fuere el Señor lo sabe: precisamente por eso nos invita al cambio. Cambiar nuestras tristezas por sus alegrías. Nuestras preocupaciones y nuestro tedio -a veces reales, a veces ficticios- por sus siempre reales proyectos.
Finalmente, y estoy convencido de esto, la Pascua se puede recibir y comprender. No es la comprensión del que soluciona un enigma, sino del que descubrió las profundidades a las que puede llegar el amor. Cualquiera que se anime sondear el sentido o el alcance del misterio pascual debe abrir su vida entera al poder integrador del amor. El acceso a la intimidad de Jesús está cerrado para el que subsiste encerrado en sí mismo. Está bloqueado para quien decidió bloquear su conexión con lo viviente.
Hoy, Jesús, no está camuflado ni disfrazado en nuestra realidad. No juega a las escondidas ni dificulta el encuentro. La pascua no sólo me cuenta que Jesús no se va a morir más, sino que me asegura que vive hoy en la mente iluminada de nadie, sino en la realidad concreta de todos. La resurrección logró que Jesús deje de ser un buen recuerdo o una personalidad imitable. La resurrección protege la verdad sobre Jesús para que no devenga en sentimiento o ideología. Y al abandonar la tumba, nada que esté vinculado estructuralmente a la precariedad o a la corrupción tiene relación con el Señor.
Por eso, los proyectos que no confluyen seriamente en la persona humana como sujeto de su historia y de su realización son -al menos- sospechosos de haberse desconectado del Viviente. Y lo que parece que tiene poder para ensombrecer la vida o amenazarla quedó ya definitivamente muerto. El desafío que nos impone la tumba vacía es creerlo.
Y creerle.
En algunas ocasiones, la Pascua es para nosotros -o lo fue- algo no del todo comprensible. O al menos, un tanto reticente a dejarse alcanzar por nuestras cosas diarias o por un determinado modo de ver la vida. Este sentir podemos expresarlo tal vez con un “no la entiendo”. “No entiendo a la Iglesia, no entiendo la misa...” Y si buceamos un poquito más, capaz que nos animamos a ponerle palabras a emociones tan interiores como genuinas que tomarían forma en un “no lo entiendo a Dios”, “no entiendo lo que me ofrece como Verdad”, “no entiendo...” Lo que tal vez nos suceda, entonces, es que estamos pre-convencidos de que nuestros pensamientos son distintos de los de Jesús. Ahora bien, ¿todo nuestro pensar es distinto al suyo? Si es así, empecemos a la inversa, entonces. ¿Qué es lo que sí entiendo? Y eso que entiendo y me hace saber dueño de mis actos, ¿me abre a nuevos entendimientos o me deja encerrado en mí mismo? ¿Y si es mi modo de ver o de sentir el que me impide entender?
Hay otros modos de recibir o esperar la Pascua. Y viene como de la mano de nuestra manera de recibir o esperar las alegrías, que son aceptadas -generalmente- enseguida, sin demasiados preámbulos. Las alegrías tienen las puertas abiertas en nuestro interior. Son ansiadas. Y aquí me surge la pregunta: ¿son protegidas? Cuando recibimos alegrías, ¿estamos felices o simplemente contentos? Puede parecer un juego de palabras, pero la cuestión sería más o menos así: la alegría ¿nos llega al alma o se nos queda en la piel? ¿Somos alegres con certificado de felicidad? El tipo de alegrías que estamos acostumbrados a consumir nos formatean de tal manera que también la Pascua corre riesgo de ser decodificada según parámetros que, a fuerza de costumbre, se universalizan o se imponen unilateralmente.
Todavía queda una pregunta sin preguntar: ¿soy feliz cuando no hay alegrías para consumir? La alegría en la piel no soporta fácilmente el cuestionamiento por el mal o por el dolor.
La felicidad es la responsable de dar respuestas existenciales a los planteos más hondos de toda mujer y de todo hombre.
Hay otro modo más de llegar a la Pascua. Y quiero traer a colación una imagen muy bonita: la del Principito, de Saint-Exupéry. Una vez este chiquito se encontró con un hombre de negocios que sumaba y restaba, multiplicaba y sacaba todo tipo de cálculos. Ante la presencia desconcertada del niño, el hombre simplemente se limitaba a seguir haciendo números y a responder “soy un hombre serio y exacto”. Lo que pasaba era que este hombre serio contaba con exactitud la cantidad de estrellas que él decía poseer. El Principio, fiel a su espontaneidad, sugirió que eso era gracioso pero que, finalmente, lo que este hombre hacía no era serio.
La pregunta o el planteo lo relaciono con las cosas serias que ocupan nuestro corazón. Y nuestro tiempo. ¿Son serias? ¿Qué significa que una cosa sea más seria que otra? Los problemas suelen ofrecerse serios, pero nunca oí a nadie confesarse seriamente feliz. ¿Dios es serio? La vida cristiana -que es la pascua en casa todos los días- merece ser tomada en serio, pues para que llegue hasta lo más hondo de nuestra historia, Jesús derramó enteramente su eternidad hecha historia en la cruz y en el sepulcro vacío. Pero ¿por qué hemos contaminado a la seriedad con un dejo de tristeza o de aburrimiento? Santa Teresa de Avila constataba la solidez de sus novicias en tres manifestaciones: si comen bien, si duermen bien y si se ríen lo suficiente. Cuentan que San Ignacio una vez mandó llamar a uno de sus novicios -santo como él- que siempre se reía. Con mucho miedo a la reprimenda el joven fue a su encuentro y oyó del padre Ignacio: “No deje de reirse nunca”.
La primer palabra de Jesús resucitado es, nada menos, “¡Alégrense!” Es una invitación que tiene gusto a mandato. “Pero, Señor Jesús -le diríamos- nosotros estamos llenos de conflictos, de cansancios, de penas... Y la alegría no nos soluciona la economía ni las enfermedades ni...” Hasta incluso nos puede suceder que esa propuesta de alegría que viene de labios de Jesús es tan “espiritual” que no tiene suficiente arraigo en lo cotidiano.
No es raro que sintamos que la alegría de Jesús esté lejos de nuestra seriedad. De todos modos, sí así fuere el Señor lo sabe: precisamente por eso nos invita al cambio. Cambiar nuestras tristezas por sus alegrías. Nuestras preocupaciones y nuestro tedio -a veces reales, a veces ficticios- por sus siempre reales proyectos.
Finalmente, y estoy convencido de esto, la Pascua se puede recibir y comprender. No es la comprensión del que soluciona un enigma, sino del que descubrió las profundidades a las que puede llegar el amor. Cualquiera que se anime sondear el sentido o el alcance del misterio pascual debe abrir su vida entera al poder integrador del amor. El acceso a la intimidad de Jesús está cerrado para el que subsiste encerrado en sí mismo. Está bloqueado para quien decidió bloquear su conexión con lo viviente.
Hoy, Jesús, no está camuflado ni disfrazado en nuestra realidad. No juega a las escondidas ni dificulta el encuentro. La pascua no sólo me cuenta que Jesús no se va a morir más, sino que me asegura que vive hoy en la mente iluminada de nadie, sino en la realidad concreta de todos. La resurrección logró que Jesús deje de ser un buen recuerdo o una personalidad imitable. La resurrección protege la verdad sobre Jesús para que no devenga en sentimiento o ideología. Y al abandonar la tumba, nada que esté vinculado estructuralmente a la precariedad o a la corrupción tiene relación con el Señor.
Por eso, los proyectos que no confluyen seriamente en la persona humana como sujeto de su historia y de su realización son -al menos- sospechosos de haberse desconectado del Viviente. Y lo que parece que tiene poder para ensombrecer la vida o amenazarla quedó ya definitivamente muerto. El desafío que nos impone la tumba vacía es creerlo.
Y creerle.
Para pensar lo que creemos
Es el desafío sencillo y a la vez hondo: dar cauce en nuestro interior a la verdad y al amor.
Tal vez en forma de debate o de simples pensamientos, lo grande está en compartir la fe y nuestra manera particular de vivirla y compartirla.
En un espacio de libertad y de respeto.
En un marco de crecimiento y de cercanía con quienes ven la misma verdad con otro prisma.
Es sólo cuestión de animarse.
Tal vez en forma de debate o de simples pensamientos, lo grande está en compartir la fe y nuestra manera particular de vivirla y compartirla.
En un espacio de libertad y de respeto.
En un marco de crecimiento y de cercanía con quienes ven la misma verdad con otro prisma.
Es sólo cuestión de animarse.
Y vos, ¿qué decís de él?
¿Yo? ¿Qué digo de él?
Que lo conocí entreverado
entre guainas de vida ligera
y gringos de poco fiar.
Pero nunca mostró la hilacha
ni se durmió en la mediocridá.
Que se solía sentar, a la oración,
de cara al levante,
pa’ que el fenecer de la tarde
no le llevara su cosecha de amores
y la esperanza
no se le durmiera en honores.
De vestir sereno, uno más,
igualao con cualquier crestiano
que se presuma de tal.
Pero sin dudarlo le cabía
la descrición de “hombre”
a él y a ninguno más.
¿Qué te puedo decir de él?
Te hinca hasta las verijas, hermano.
La mirada es brasa de curanto.
Su voz... me recuerda a mi mama,
al unto sin sal pa’las friegas
y a los mates con tortas
allá en el sauzal.
Sabés que me galopaba el alma
cuando lo tuve de cerquita
ahí nomás, en la tranquera del monte,
repartiendo invitaciones pa’ su cena
que, según parece,
bien preparada, había sido desairada.
¡Manga de guachos
esos paisanos creídos!
Tenías que ver lo lindo
que se estaba en el patio:
bien barrido, aire fresco, estaca,
fogón, pan tierno y buen vino;
linda pilcha el hombre de abrazo grande,
risa fácil y contagiosa
pa’ cuando había que dentrar.
¡No sabés lo que se perdieron! ¡No sabés!
No sé si el vino hizo lo suyo,
pero en el patio
se te aquerencia la nostalgia
y la juerza de sus manos, caramba,
te pecha y te anima
a lo que todavía no lográs.
Me levanté y pedí silencio
levantando el vaso:
“Quiero brindar por el patrón de las casas
que bien merecido se lo tiene, señores.
Yo hace tiempo le estoy en deuda
y -seré breve-
un hombre no olvida jamás una gauchada.
“Yo nunca había entendido
que la vida
siempre es mejor
de adentro pa’ juera: primero las entrañas,
después el pellejo; y que al revés es miseria.
Me avivó cuando, caído del potro... malaya, volví a montar
y en su cuero pa’ mi montura.
“No recule, me dijo bajito,
y apretó la cincha.
Si estás viendo la huella,
tenés que vadearla sin miedo.
No te achiqués que, en el río,
te estoy esperando con pan fresco y vino”
Y con la voz anudada grité: ¡Salud!
¿Yo? ¿Qué digo de él?
Que antes no veía y ahora veo.
Que siempre viene
a mi tranquera en el monte.
Que antes yo estaba solo y ahora no.
Ya no.
No te quedés sin ver, hermano,
no te quedés solo.
Sentate en su sombra,
comé en su mesa
que hay espacio también pa’ vos.
El es baqueano de tu historia.
¡Salud, hermano! ¡Salud!
Que lo conocí entreverado
entre guainas de vida ligera
y gringos de poco fiar.
Pero nunca mostró la hilacha
ni se durmió en la mediocridá.
Que se solía sentar, a la oración,
de cara al levante,
pa’ que el fenecer de la tarde
no le llevara su cosecha de amores
y la esperanza
no se le durmiera en honores.
De vestir sereno, uno más,
igualao con cualquier crestiano
que se presuma de tal.
Pero sin dudarlo le cabía
la descrición de “hombre”
a él y a ninguno más.
¿Qué te puedo decir de él?
Te hinca hasta las verijas, hermano.
La mirada es brasa de curanto.
Su voz... me recuerda a mi mama,
al unto sin sal pa’las friegas
y a los mates con tortas
allá en el sauzal.
Sabés que me galopaba el alma
cuando lo tuve de cerquita
ahí nomás, en la tranquera del monte,
repartiendo invitaciones pa’ su cena
que, según parece,
bien preparada, había sido desairada.
¡Manga de guachos
esos paisanos creídos!
Tenías que ver lo lindo
que se estaba en el patio:
bien barrido, aire fresco, estaca,
fogón, pan tierno y buen vino;
linda pilcha el hombre de abrazo grande,
risa fácil y contagiosa
pa’ cuando había que dentrar.
¡No sabés lo que se perdieron! ¡No sabés!
No sé si el vino hizo lo suyo,
pero en el patio
se te aquerencia la nostalgia
y la juerza de sus manos, caramba,
te pecha y te anima
a lo que todavía no lográs.
Me levanté y pedí silencio
levantando el vaso:
“Quiero brindar por el patrón de las casas
que bien merecido se lo tiene, señores.
Yo hace tiempo le estoy en deuda
y -seré breve-
un hombre no olvida jamás una gauchada.
“Yo nunca había entendido
que la vida
siempre es mejor
de adentro pa’ juera: primero las entrañas,
después el pellejo; y que al revés es miseria.
Me avivó cuando, caído del potro... malaya, volví a montar
y en su cuero pa’ mi montura.
“No recule, me dijo bajito,
y apretó la cincha.
Si estás viendo la huella,
tenés que vadearla sin miedo.
No te achiqués que, en el río,
te estoy esperando con pan fresco y vino”
Y con la voz anudada grité: ¡Salud!
¿Yo? ¿Qué digo de él?
Que antes no veía y ahora veo.
Que siempre viene
a mi tranquera en el monte.
Que antes yo estaba solo y ahora no.
Ya no.
No te quedés sin ver, hermano,
no te quedés solo.
Sentate en su sombra,
comé en su mesa
que hay espacio también pa’ vos.
El es baqueano de tu historia.
¡Salud, hermano! ¡Salud!
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