Siempre supuse que hay muchos modos de llegar a la Semana Santa o de vivir la Pascua. Pero no me atrevería a descalificar a ninguno de ellos, aunque sí me animo a organizármelos. Imagino que algunos modos tendrán más consistencia que otros de acuerdo con la cercanía que ostenten al misterio en el que queremos adentrarnos.
En algunas ocasiones, la Pascua es para nosotros -o lo fue- algo no del todo comprensible. O al menos, un tanto reticente a dejarse alcanzar por nuestras cosas diarias o por un determinado modo de ver la vida. Este sentir podemos expresarlo tal vez con un “no la entiendo”. “No entiendo a la Iglesia, no entiendo la misa...” Y si buceamos un poquito más, capaz que nos animamos a ponerle palabras a emociones tan interiores como genuinas que tomarían forma en un “no lo entiendo a Dios”, “no entiendo lo que me ofrece como Verdad”, “no entiendo...” Lo que tal vez nos suceda, entonces, es que estamos pre-convencidos de que nuestros pensamientos son distintos de los de Jesús. Ahora bien, ¿todo nuestro pensar es distinto al suyo? Si es así, empecemos a la inversa, entonces. ¿Qué es lo que sí entiendo? Y eso que entiendo y me hace saber dueño de mis actos, ¿me abre a nuevos entendimientos o me deja encerrado en mí mismo? ¿Y si es mi modo de ver o de sentir el que me impide entender?
Hay otros modos de recibir o esperar la Pascua. Y viene como de la mano de nuestra manera de recibir o esperar las alegrías, que son aceptadas -generalmente- enseguida, sin demasiados preámbulos. Las alegrías tienen las puertas abiertas en nuestro interior. Son ansiadas. Y aquí me surge la pregunta: ¿son protegidas? Cuando recibimos alegrías, ¿estamos felices o simplemente contentos? Puede parecer un juego de palabras, pero la cuestión sería más o menos así: la alegría ¿nos llega al alma o se nos queda en la piel? ¿Somos alegres con certificado de felicidad? El tipo de alegrías que estamos acostumbrados a consumir nos formatean de tal manera que también la Pascua corre riesgo de ser decodificada según parámetros que, a fuerza de costumbre, se universalizan o se imponen unilateralmente.
Todavía queda una pregunta sin preguntar: ¿soy feliz cuando no hay alegrías para consumir? La alegría en la piel no soporta fácilmente el cuestionamiento por el mal o por el dolor.
La felicidad es la responsable de dar respuestas existenciales a los planteos más hondos de toda mujer y de todo hombre.
Hay otro modo más de llegar a la Pascua. Y quiero traer a colación una imagen muy bonita: la del Principito, de Saint-Exupéry. Una vez este chiquito se encontró con un hombre de negocios que sumaba y restaba, multiplicaba y sacaba todo tipo de cálculos. Ante la presencia desconcertada del niño, el hombre simplemente se limitaba a seguir haciendo números y a responder “soy un hombre serio y exacto”. Lo que pasaba era que este hombre serio contaba con exactitud la cantidad de estrellas que él decía poseer. El Principio, fiel a su espontaneidad, sugirió que eso era gracioso pero que, finalmente, lo que este hombre hacía no era serio.
La pregunta o el planteo lo relaciono con las cosas serias que ocupan nuestro corazón. Y nuestro tiempo. ¿Son serias? ¿Qué significa que una cosa sea más seria que otra? Los problemas suelen ofrecerse serios, pero nunca oí a nadie confesarse seriamente feliz. ¿Dios es serio? La vida cristiana -que es la pascua en casa todos los días- merece ser tomada en serio, pues para que llegue hasta lo más hondo de nuestra historia, Jesús derramó enteramente su eternidad hecha historia en la cruz y en el sepulcro vacío. Pero ¿por qué hemos contaminado a la seriedad con un dejo de tristeza o de aburrimiento? Santa Teresa de Avila constataba la solidez de sus novicias en tres manifestaciones: si comen bien, si duermen bien y si se ríen lo suficiente. Cuentan que San Ignacio una vez mandó llamar a uno de sus novicios -santo como él- que siempre se reía. Con mucho miedo a la reprimenda el joven fue a su encuentro y oyó del padre Ignacio: “No deje de reirse nunca”.
La primer palabra de Jesús resucitado es, nada menos, “¡Alégrense!” Es una invitación que tiene gusto a mandato. “Pero, Señor Jesús -le diríamos- nosotros estamos llenos de conflictos, de cansancios, de penas... Y la alegría no nos soluciona la economía ni las enfermedades ni...” Hasta incluso nos puede suceder que esa propuesta de alegría que viene de labios de Jesús es tan “espiritual” que no tiene suficiente arraigo en lo cotidiano.
No es raro que sintamos que la alegría de Jesús esté lejos de nuestra seriedad. De todos modos, sí así fuere el Señor lo sabe: precisamente por eso nos invita al cambio. Cambiar nuestras tristezas por sus alegrías. Nuestras preocupaciones y nuestro tedio -a veces reales, a veces ficticios- por sus siempre reales proyectos.
Finalmente, y estoy convencido de esto, la Pascua se puede recibir y comprender. No es la comprensión del que soluciona un enigma, sino del que descubrió las profundidades a las que puede llegar el amor. Cualquiera que se anime sondear el sentido o el alcance del misterio pascual debe abrir su vida entera al poder integrador del amor. El acceso a la intimidad de Jesús está cerrado para el que subsiste encerrado en sí mismo. Está bloqueado para quien decidió bloquear su conexión con lo viviente.
Hoy, Jesús, no está camuflado ni disfrazado en nuestra realidad. No juega a las escondidas ni dificulta el encuentro. La pascua no sólo me cuenta que Jesús no se va a morir más, sino que me asegura que vive hoy en la mente iluminada de nadie, sino en la realidad concreta de todos. La resurrección logró que Jesús deje de ser un buen recuerdo o una personalidad imitable. La resurrección protege la verdad sobre Jesús para que no devenga en sentimiento o ideología. Y al abandonar la tumba, nada que esté vinculado estructuralmente a la precariedad o a la corrupción tiene relación con el Señor.
Por eso, los proyectos que no confluyen seriamente en la persona humana como sujeto de su historia y de su realización son -al menos- sospechosos de haberse desconectado del Viviente. Y lo que parece que tiene poder para ensombrecer la vida o amenazarla quedó ya definitivamente muerto. El desafío que nos impone la tumba vacía es creerlo.
Y creerle.